Marina llevaba 18 días, 20 horas y 31 minutos esquivando a la muerte. No había leído periódicos mientras su esposo permanecía hospitalizado. No sabía qué era de la vida de Chávez ni de los dólares de Cadivi. Por ahora sólo se sabía compañera y madre.
Esa tarde se sentía aliviada, a pesar de tanto dolor de espalda, tras cargar a cuestas las navidades más pesadas de su historia. Estaba tranquila. Su marido le había pedido cualquier periódico, el que fuera, y ella se maravilló con esa minúscula chispa de lucidez escapada de aquel nubarrón que se empeñaba en opacar la destellante y habitual energía de Javier.
Salió a respirar la noche que apenas se estrenaba, a batir sus cabellos cortos en la calma. Entró a la panadería, dispuesta a mirar de nuevo el rostro de la realidad, a reiniciar ese estado aparentemente normal de entendimiento entre los seres humanos que se suponen cuerdos.
Buscó el diario. A esa hora sólo quedaban dos ejemplares. De una vez miró el titular a ocho columnas de la noticia principal: Asesinado un joven periodista larense. Leyó con prisa, atropellando las letras para conocer el nombre del infortunado colega, y pronto miró a la muerte de reojo, burlándose de ella. Era un chamo que conoció hace pocos años, bastante brillante, le parecía; un joven valioso del periodismo local. No se pudiera decir que fuera su amigo, anque habían intercambiado palabras, opiniones, y compartían ese mundo que rodea a la empresa periodística, porque tanto ella como su ahora convalesciente compañero habían pasado por una travesía profesional bastante similar: iniciarse en un periódico, "patear la calle"... Así comienza todo.
Tras leer el diario, a Marina le volvió, de inmediato, aquel punzante dolor de espalda, que por esos días era lo más cercano a la conciencia de sí misma.
Al menos su esposo luchaba contra una enfermedad “pre-existente” (así la catalogó la compañía de seguros para no pagar ni un centavo). Pero el muchacho sólo tenía vida. Mucha vida. No contaba, ni nadie, con otra enfermedad pre-existente: la del odio, que convierte a la especie humana en la más vulnerable de todas.
Marina volvió a casa, sospechando de la noche, escapando de la nada. “No conseguí el diario”, le dijo a Javier, quien con un “No importa, amor” devolvió el color a las mejillas de su mujer.
Verónica Pérez Traviezo
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