lunes, 17 de octubre de 2011

Mientras despierto

“…Y en la escalera me siento
a silbar mi melodía”
Joaquín Sabina



Vivo dentro de una altísima y estrecha torre con enormes ventanales y sin una sola puerta. En vez de piso, esta extraña morada tiene una malla elástica, lo que hace que sea casi imposible caminar. Por eso lo único que hago es saltar. Así, entre salto y salto paso mis días, y entre brinco y brinco se me van incluso las noches. Me desvisto, saltando. Me visto, saltando. Me baño, saltando. Como, saltando. Apenas bebo, saltando, porque el agua, el café o lo que intente ingerir queda empegostado en mis ropas sin remedio. Y ni hablar de otros menesteres menos gratos de llevar a término en estas condiciones tan poco favorables a la higiene personal.
Por fortuna, soy una mujer de su casa, o debería decir de su torre. Cocino, saltando. Un brinco y limpio el baño. Otro, y hago la cama. Un tercero, y sacudo el polvo de entre los resquicios. Y valga decir lo valioso que es poder llegar hasta el techo con plumero en mano, para quitar las telarañas.
Esta torre está más limpia que las piedras del río que veo desde el primer ventanal, el de abajo, a la derecha. Ese río claro y azulito, como los ojos de la niña que se asoma dos veces por día al segundo ventanal, el de la izquierda, para sacarme la lengua mientras lavo la ropa, y salto, mientras leo el periódico y salto, mientras friego los platos -que ahora entenderás por qué son todos de plástico- y salto.
Mi torre tiene tres pisos, cada uno de una altura considerable, si se compara con las casas de ahora; “cajitas de fósforo”, les llaman. Pero mi torre carece de escaleras. Es hueca en el medio, de manera que me muevo rebotando entre los tres niveles con una destreza que envidiaría cualquier saltadora olímpica. Me pregunto si habrá saltadoras olímpicas de malla elástica. Debería haberlas, pues este tipo de desplazamiento requiere un intenso entrenamiento y eso que la tía Margarita llamaba “el cultivo de las formas”. Hubieses visto lo que me costó dominar la vajilla. El primer día me bajé una jarra, una copa, un vaso y dos platos de fina porcelana. Menos mal –o buenos mal, como diría sabiamente mi tía- que almuerzo sola, porque hubiese acabado el juego entero en una única comida.
Por el tercer ventanal, el que rodea todo el segundo piso, puedo ver los pajaritos que se posan sobre las ramas de los árboles más cercanos. Lindos, dice la gente que pasa por la calle del frente. Sí, muy lindos, excepto cuando me cagan los cristales, que a duras penas vienen a limpiar dos veces por semana. Yo los aseo a diario desde adentro. Entre brinco y brinco les paso el paño y los dejo relucientes. Pero esos pajarracos cagan todo y me nublan la visión hacia el campo de fútbol, donde te veo dos veces por semana cuando traes a tu hijo para la práctica. Presumo que debe ser tu hijo. Por la forma como lo tratas, como le reclamas malas jugadas o le pones la mano en la espalda.
Buenos mal que las lindas avecillas sólo se encaprichan con el ventanal del segundo piso. Porque aún me queda el cuarto ventanal, el del tercer piso, con esos vidrios traslúcidos, correctos, que me permiten ver tu rostro morenito, tu cara de yanomami lujurioso y tu sonrisa de charro.
No sé si alguna vez me habrás visto, entre brinco y brinco, espiándote desde el ventanal del tercer piso. No sé si desde el campo de fútbol donde tu hijo corre (¿será tu hijo?), dos veces por semana, serás capaz de mirar la torre.
A veces me descubro soñando despierta, entre salto y salto, imaginándote hurgar en las sombras a través de alguno de mis ventanales del primer piso. El de la izquierda mejor, para que no te mojes los pies. Te sueño espiándome, tú a mí por vez primera y no al revés, como ocurre todos los miércoles y los viernes, cuando tu hijo acude puntual a su ritual con el balón, y tú lo persigues por el campo, con esa mirada orgullosa que ya conozco de memoria, con esas frases que leo en tus labios como si las escuchara en el oído: ¡Cooooorrrreeee! ¡Pásalooooo! ¡Por la otra baaaandaaa!
Yo las leo en tu boca, desde lo alto de esta torre, entre salto y salto, y para que me suenen bonitas, les pongo la voz de Javier Solís. Se las adoso en mi memoria aunque a veces me ataca el desconcierto por saber si la ronca tesitura que recuerdo pertenece a los Cuatro cirios, o a la repetición menos armónica que mi padre cantaba cada sábado al lavar su viejo Maverick, destartalado y verde.
Mi padre no me miraba como tú miras a tu presunto hijo. Nunca lo hizo. Pero tampoco yo jugaba fútbol, así que tal vez estemos a mano.
No sé si es el sueño o la falta de equilibrio, pero parece que ya estoy desvariando. Es que esta brincadera no me deja discernir con comodidad. No es fácil pensar ni recordar mientras se sube o se cae, mientras se rebota de nalgas, de rodillas o simplemente con los pies. La cabeza se mueve de manera involuntaria, los brazos a veces no responden al mandato del cuerpo, sino a las leyes más aburridas e insensibles de la física. Definitivamente nada tienen que ver la aceleración y el peso de la masa con estas ganas permanentes que tengo de verte, de tocarte, de mirar esos dientes tuyos, blanquitos, que sonríen espléndidos cada vez que tu chamo anota un gol. Yo los reproduzco como en cámara lenta, mientras le canto ese goooooool con el mariachi de fondo. Con el mariachi y con Javier Solís. Rebotando. Y cultivando las formas.
Brinco y busco tus dientes. Salto y apenas me iluminan, como flashes moribundos. Y bostezo. Y quiebro platos. Y derramo el café en mi malla elástica mientras duermo.
Podría continuar esta historia trasnochada contando y descontando mi cotidianidad desde estos saltos y esta torre sin puertas, brincando y rebotando, repasando mi imagen tuya calcada en estos cuatro ventanales. Podría decirte mucho más de esta metáfora desde la que te veo mientras dormito...
Pero me altera, me conmueve, me turba, me despierta, sin retorno, el hecho de recordar que el verbo “empegostar”, tan de mi tía Margarita -tan útil, tan versátil desde su desgarbada elocuencia-, no está registrado en el diccionario.

VPT